Opinión

Creo, luego existo

Por Alberto Farías Gramegna

No cualquier creencia aislada tiene el estatus de “ideología”. Estrictamente una “ideología” es un sistema de pensamiento coherente y congruente en torno a una escala única de percepción axiológica sociocultural que genera creencias ético-morales. Las hay políticas, sociales, religiosas,

ecológicas, vitalistas, etc.

Las ideologías de cualquier orden, como sistemas omniabarcativos proponen tácitamente “cómo debe ser la

realidad” (sic), más allá de cómo presuntamente “es” según la interpreta la misma ideología que construye el

perfil propuesto. Por tanto, la ideología es implícitamente propositiva a partir de una “descripción” subjetiva

interpretativa-axiológica de la realidad, que se realimenta en una dinámica de creencias ilusorias en el marco

sesgado de la dialéctica disponibilidad – confirmación. La ideología finalmente es un sistema de ideas

complementarias que se autojustifican tautológicamente y que operan como un pre-juicio generalizado sobre

los hechos, las cosas y las conductas, con una lógica de presuntas causas y efectos “necesarios” que se

aplican sobre un tema o temática universal cualquiera. En “El hombre de un solo libro: creo luego existo”,

texto de reciente edición, he desarrollado en profundidad el tema del pensamiento ideológico en relación con

determinadas estructuras de personalidad.

Identidad y creencia

La identidad de una persona puede ser definida como lo que permanece idéntico a lo largo de sus años de

crecimiento y consecuentes cambios evolutivos psicofísicos y cultural-experienciales. Es decir, lo que

subsiste luego de atravesar todos esos los cambios. Estos presuponen conservar un “nicho” básico de

representaciones de uno mismo y del lugar que ocupamos en el mundo, un punto de referencia que

precisamente permite reconocer (re-conocer es al mismo tiempo re-conocer-se) que uno es quien es siendo

sin embargo distinto al que era. Estamos diciendo que mantener una identidad normal es cambiar. El adulto

normal conserva algo de su adolescencia para reconocerse crecido. No hay cambio sin conservación. Es una

ley de la dialéctica. Al decir de Einstein “es de sabio cambiar de opinión cuando las cosas cambian a

nuestro alrededor”. Pero ese cambio es de diagnóstico no necesariamente de principios éticos o morales. La

identidad reside en el “Yo” (conciencia de uno mismo) que a su vez existe fenomenológicamente como tal

en tanto se confronte con los otros “yoes”. Su origen evolutivo es una mezcla de lo que traigo y lo incorporo,

y su marca es la sociabilidad. Siempre hay algo de los otros en mi individualidad.

Sigmund Freud decía que en sentido amplio toda psicología era social. El psiquiatra y psicólogo social

Enrique Pichón Reviere (1985) lo enmendó: “El sentido estricto toda psicología es social”. Es la parte de la

identidad de pertenencia: algo de nuestra identidad se construyen torno a la familia, al barrio, al trabajo, a

nuestra profesión, a nuestra nacionalidad, etc. Pero nada en particular nos define totalmente; la pertenencia

es solo una parte de nuestra mirada. El hombre normal (promedio estadístico) no se percibe exclusivamente

en función de un rol o de una preferencia. Es muchas cosas al mismo tiempo y ante todo tiene libertad para pensar diferencialmente evaluando semejanzas y diferencias con el pensamiento del otro, y por tanto la

pertenencia no lo aliena.

Pero hay otras personas que por complejas razones evolutivas de su historia van más allá y necesitan de la

pertenencia exclusiva a una entidad trascendente que los contenga y en la cual alienarse; son aquellas de

identidad sectaria, que necesitan creer en “verdades trascendentes” y cuya expresión social es el fenómeno

del pensamiento único corporativo. No soy la totalidad de mí, soy un elemento ejecutor, un brazo de un cuerpo

trascendente al que acepto someterme y subsumirme. De tal suerte queda abierto el camino para mutar a una

condición psicosocial muy intensa y complicada: el fanatismo.

La identidad sectaria: el fanático

“Fan”, deriva indirectamente del latín “fanaticus”, alguien “divinamente inspirado”. El término alude a

“fanum”: templo o espacio sagrado. Winston Churchill dijo alguna vez que “un fanático es alguien que no

puede cambiar de opinión y no quiere cambiar de tema”. He leído en algún lugar un metafórico aserto

advirtiendo que la creencia de tenerlo todo perfectamente aclarado es peligrosa, porque la excesiva claridad

es cegadora.

El fanatismo es una actitud de vida que responde a una identidad sectaria; es decir que se reconoce sólo en

referencia a un “Ideal del Yo” imaginario (especular) que se inscribe en una axiología maniquea extrema.

La “identidad sectaria” surge cuando la identidad del sujeto no solo se identifica con algunos aspectos de los

otros, sino que se “disuelve” en el grupo cerrado (de los idénticos y no solo semejantes). Su identidad está

limitada al endogrupo (espectro de la familia idealizada) de pertenencia-referencia y no al exogrupo de

referencia (la sociedad plural) que garantiza el pase socializador de la cosmovisión “endogámica” a la

“exogámica”. Es normalmente el tránsito del grupo primario a los grupos secundarios. Pero para el sectario

su grupo cerrado es una fantasmagoría, una reconstrucción imaginaria de su grupo primario que nunca pudo

superar. Soy en tanto pertenezco a un colectivo de unidad y completud imaginaria que me define como “uno

de nosotros”, donde mi pensamiento resulta clonado. Cualquier desvío será percibido como traición al grupo

y por tanto mi identidad estará en riesgo. El espacio sectario, (una parte del todo que se vende sin embargo

como el todo mismo) es un “club” que se apropia de todo mi ser. Nada soy sin el cuerpo sectario que me

incluye y le pertenezco difusamente. Pienso con arreglo al “manual” de estilo del dogma al que adhiero. La

realidad es la que previamente ha definido el corpus de creencias de la secta a la que pertenezco, es decir de

un endogrupo cerrado a la influencia de terceros con miradas alternativas.

Enamoramiento, “identificación proyectiva” e indiscriminación Yo-Tu.

La “identificación proyectiva” es un mecanismo psicológico inconsciente que consiste en “proyectar”

aspectos propios en la figura de otra persona (o de una imagen icónica o idea omnipotente que la persona

represente) y luego identificarse con ellos como si fueran realmente parte de ese otro. El resultado es una

actitud egocéntrica de indiscriminación entre lo mío y lo tuyo, entre el Yo y el otro.

Los enamorados (sic) y los fanáticos sectarios (enamorados de los fundamentos de un relato cosmogónico)

comparten ese mismo fenómeno de indiscriminación, solo que por suerte el enamoramiento del sujeto

normal, al igual que la adolescencia, pasa con solo esperar un tiempo prudencial y queda lo mejor del

vínculo: la mesurada afectividad. Cabe aclarar que cuando decimos “normal” aludimos a la “norma”, una

medida estadística que solo indirectamente puede ser valorada positiva o negativamente según sus efectos en

la salud o patología de una población. No ocurre lo mismo con las personas que por las vicisitudes de sus

personalidades necesitan incorporar la “droga” de la pertenencia excluyente al grupo sectario. Y uso esta

palabra metafóricamente porque el sectario es psicológicamente un “adicto” (a-dictum, sin palabra propia,

una de las acepciones posibles del latinismo), adicto a la “Idea” suprema, la imagen, el culto al ícono, a la

El sectario no pertenece a una corriente de opinión, “es” la corriente misma. Por eso se define a partir de una

exterioridad que lo co-instituye: el “ismo”. Así mudará en “…ista”, precedida su presentación por la

expresión “Soy (tal cosa) …ista”. Aquella presentación es una autopreservación, un reaseguro de que “es”

alguien por ser parte de algo más grande que él, donde se asienta una ideología de pertenencia, sostén de

identidad. Ese es un aspecto explicativo del curioso comportamiento de la acrítica pleitesía y la obediencia

ciega automática.

Los cuerpos fanatizados (piénsese en el concepto de grupo “corporativo”) en la historia de la Humanidad

enfatizaban siempre el término “obedecer” emparentado a la idea de “lucha” y de “vencer”. El tríptico

“Credere, obbedire e combattere per vincere”, por ejemplo, era el lema del fascismo italiano de

entreguerras.

Vemos pues como “el simio humano” (que eso somos) se debate desde la noche de los tiempos entre la

objetividad y la interpretación subjetiva de las cosas. Es que el Hombre es un “animal teleológico” (buscar

causas finales y dar sentido trascendente y metafísico al mundo real), por eso mismo necesita, unos menos,

otros más y otros mucho más, creer para existir.

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